
Publicado en El Telégrafo
Foto de Alfredo Piedrahíta
“Betina” cuidó de “Rafico” desde que era un niño de seis años. Ahora, él es Presidente y ella es una humilde vendedora en el mercado Central de Guayaquil.
La mujer tiene más de 40, habla con siseo quiteño y cojea por una hernia congénita. No pasa del metro y medio. Es solo un poco más alta que el niño, de pelo negro y ojos de almendra verde que le abre la puerta del modesto departamento, en Tomás Martínez y Baquerizo Moreno.
--- “Buenas tardes, me manda su mamá, la señora Norma. Me dijo que estaba buscando una empleada para que le cuidara a un niño”.
--- “Sí, señora, pase. Tome asiento, ¿desea un juguito, cafecito?”.
Ella entra y observa. Intenta descubrir al pequeño que le han dicho debe cuidar. Busca una cuna, un tetero, algún biberón, un sollozo, pero no hay nada más que ese niño de 6 años que la mira con la gula con que ven los niños a un posible compañero de juegos, y le dice: “el niño soy yo. Ya no se vaya, que ya mismo viene mi mamá”.
Entonces, comen juntos y se entienden y ella se queda trabajando puertas afuera -“porque el departamento era pequeño y no había donde dormir”- por 200 sucres mensuales.
Su tarea empezaba temprano. Madrugaba para darle el desayuno y atenderlo, mientras que Mechita Hurtado le lavaba la ropa. Betina hizo eso durante largos años. Delante de sus ojos el niño se hizo un hombre y se graduó de economista. Él se llama Rafael Correa Delgado y ella Beatriz Sánchez Sotelo. Pero en la casa no eran más que Rafico y Betina.
Nacida el primer día de noviembre de 1934, a Betina siempre le dijeron que era descendiente del español Calvo Sotelo. Pero la estirpe no le dio de comer y pasó hambre. “Éramos demasiado pobres. De once hermanos sólo vivimos dos. Los otros murieron por pobreza o enfermedad”, relata con el rostro preñado de arrugas, diadema blanca y manos diminutas, ella que a sus 76 años se gana la vida vendiendo comida en el mercado Central.
“Siempre he sido empleada en casa. La señora que me trajo a Guayaquil me ofreció hacerme terminar la primaria”, recuerda. Pero de ahí tuvo que irse porque la acusaron de pensar más en mariposas que en el trabajo. Lo que pasó fue que conoció al amor de su vida, un artista de la música nacional de nombre José Mariano Novillo Riofrío, que tocó en el conjunto de Los Hermanos Ríos, y a quien al principio no quiso aceptar por vergüenza. “Yo cojeaba y él era un señor bien presentado”, dice con esa modestia que lleva pegada a los huesos.
Anduvo trabajando de casa en casa hasta que llegó donde la señora Norma, que trabajaba de supervisora en Mi Comisariato y se levantaba a las cinco de la mañana para dejarles el almuerzo listo a sus hijos Fabricio, Pierina, Bernarda (que murió en un accidente) y Rafico.
Recuerda que él, de pequeño, en un día de la madre, le regaló una ollita celeste de porcelanato y le dijo: “cuando sea Presidente, habrá más”. Ahora que lo es “se la pasa volando como un chapulete, y no tiene tiempo para nada”, explica Betina.
Las cosas cambiaron un día en que él, ya de 25 años, le dijo emocionado: “¡Betina dale gracias a Dios que me voy. Me salió la beca, me voy mañana a Bélgica!”. “Ahí yo me quedé con una tristeza grande porque él era todo para mí”, dice, y se soba el pecho.
Ella se quedó cuidando unos meses a Rafael Correa padre, pero después se quedó sin trabajo y la echaron de la casa donde vivía. “Tuvimos que dormir en la vereda de Luque y Santa Elena”. Luego, compró un terreno en el Guasmo con una casa de caña que un día se les vino abajo. “Rafiquito ofreció ayudarme a construir la casa”, se alivia. Y él parece no olvidarla. “Cuando era profesor en la San Francisco siempre iba a verlo o él me llamaba” y cuando lo posesionaron Presidente, “me llevó a la ceremonia y me compró un vestido lindo”.
Hace unos meses, le envió de regalo un celular para que lo llamara “por cualquier cosa”. Pero ella, que vive en el Guasmo y anda en bus, lo deja encargado para que no se lo roben. Al mercado, el Presidente la ha llamado cuatro veces. A Betina le brota el orgullo por los ojos de ceniza, y recapitula el último diálogo:
-“Beatriz, pero dónde te encuentro, por favor, te andaba buscando”.
- “Sí sabe dónde me encuentra. Mechita sabe”.
- “Ay, mija, me tienes asustado. ¿Y qué te han dado a ti, ahora?”
- “No me han dado ni el viento”.
- “No hables así, Beatriz”.
- “Usted sabe que hablo la verdad”
- “Bueno, pero ahora con el celular nos vamos a poner en contacto”.
Datos de vida
Nació en Quito el 1 de noviembre de 1934. Tiene 76 años. Se crió en el barrio La Tola. Su mamá vendía comida en un mercado de Quito y su papá se ganaba la vida como empleado en la Universidad Central. Tuvo once hermanos, pero solo dos están vivos.
A los 20 años llegó a Guayaquil.
La primera casa en la que trabajó en Guayaquil fue en la de doña Iralda Castillo. En esa época conoció al compañero de su vida, José Mariano Novillo Riofrío. Luego, pasó a trabajar con una familia Bonilla, siempre puertas afuera. Ella vivía en un pequeño departamento en Luque y Santa Elena.
Nació con una malformación en las caderas que la hizo cojear toda la vida. “Porque antes halaban a los niños cuando nacían”, cuenta. Pero el problema se empeoró cuando se cayó y tuvieron que ponerle tornillos en la pierna. “Rafico, la señora Pierina y Fabricio me compraron las platinas”, dice.
Nunca se casó, pero tiene una hija de 40 años. Se llama Lidia Mariana Novillo y su madrina de comunión es la mamá de Rafiquito, doña Norma Delgado. “A ella le hubieran dado un buen puesto en el Gobierno si hubiera seguido estudiando, pero como se hizo de marido, ya se truncó”, opina Betina.
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